EN RECONSTRUCCIÓN

lunes, 31 de mayo de 2010

La contrarrevolución en el poder

Paradójicamente para México, las celebraciones del bicentenario de los inicios del movimiento por la Independencia y el centenario del proceso revolucionario más importante en el ámbito mundial de principios del siglo XX –junto con la Revolución Rusa de 1917– están marcadas por el derrumbe de la credibilidad y legitimidad de las instituciones de la República surgidas de este movimiento armado, una violencia que en buena parte proviene del Estado y mantiene en permanente zozobra a la sociedad, una crisis económica profunda que afecta severamente a la mayoría de los mexicanos y la incertidumbre generalizada sobre la viabilidad del país hacía el futuro.

Entre 2006 y 2008 aumentó la pobreza extrema en México. En dos años, la cantidad de personas que no pudieron comprar alimentos básicos (pobreza alimentaria) pasó de 14.4 millones a 19.5 millones, de acuerdo con el Consejo Nacional de Evaluación de Política Social (Coneval). Se trata de individuos cuyos ingresos son menores a 65 dólares mensuales, que es el valor de una “canasta básica”, como se define a la lista de alimentos indispensables para la salud. La crisis económica afecta más, obviamente, a la población más pobre. Según el Coneval, prácticamente la mitad de los mexicanos son pobres. A quienes padecen pobreza alimentaria se suman otros 31 millones cuyos ingresos no alcanzan para satisfacer otras necesidades básicas, como transporte, vivienda o servicios médicos, en lo que se denomina pobreza patrimonial, que según el consejo alcanza a 47.4 por ciento de los mexicanos, esto es, 50.6 millones de personas.

¿Qué tendríamos que celebrar los mexicanos de bicentenarios y centenarios si el actual gobierno lleva al país al despeñadero en el que independencia y revolución pierden todo significado real y sólo se vuelven retórico ritual oficialista, mascarada y burla? ¿De qué regocijarnos si el Ejército Mexicano surgido de esa revolución se despliega por todo el territorio nacional, como en el porfiriato, como tropas de ocupación y sus rurales trastocados en paramilitares atacan a las autonomías indígenas en Chiapas, Oaxaca y Guerrero? Todo ello, mientras los neocientíficos pontifican a favor del régimen desde los medios de comunicación y las sometidas academias.

En retrospectiva, si bien es cierto que la Revolución Mexicana establece plenamente los principios de la modernidad capitalista que el porfiriato inició y da cauce a la construcción de un Estado-nación hegemonizado por la burguesía mestizocrática, también lo es que en la Constitución de 1917 quedan plasmados muchos de los anhelos y las reivindicaciones por los cuales lucharon los ejércitos de campesinos e indígenas del norte y del sur, como balance de la acumulación de fuerzas militares y políticas con las que llegó el bloque popular revolucionario al Congreso Constituyente. Más tarde, el general Lázaro Cárdenas –con la expropiación petrolera– pone en práctica el artículo 27 constitucional, en ejercicio de soberanía y autodeterminación nacional frente a la constante injerencia y pretensiones de dominio extranjero, particularmente de Estados Unidos sobre México.

Por ello, la imagen de Felipe Calderón rindiendo homenaje en el cementerio de Arlington a los soldados de nuestro buen vecino caídos en sus guerras coloniales y típicamente imperialistas, incluyendo la llevada a cabo en contra de la República Mexicana en 1845-1848, que cercenó poco menos de la mitad de su territorio, y las invasiones al puerto de Veracruz en 1914 y a Chihuahua en 1916, constituye simbólicamente el cierre del círculo de la traición nacional del actual grupo gobernante frente a las estrategias de dominación de Estados Unidos. Calderón, con su ofrenda en Arlington vilipendió a quienes en México y América Latina murieron defendiendo el decoro y la dignidad de nuestras soberanías frente a ese “norte revuelto y brutal que nos desprecia”, como afirmaría Martí.

Este país ya no requiere del envío de sus soldados, el emplazamiento de flotas aéreas y marítimas y el control militar del territorio por que cuenta con este sector de la elite política que habla español pensando en inglés, tiene su corazón en America, y cumple con el papel que le asigna la actual trasacionalización del Estado: el control de la fuerza de trabajo, la criminalización de las resistencias y la guerra social desplegada contra quienes se opongan al orden capitalista, contra los desechables por este sistema y aun contra las opositores simplemente democráticos.

Ha ocurrido ya lo que vislumbró Gastón García Cantú, quien consideraba que la Revolución Mexicana se expresa en la autodeterminación de nuestro país, mientras la contrarrevolución se significa especialmente en su dependencia del mayor poder mundial (Idea de México. Contrarrevolución. México, Fondo de Cultura Económica, 2003, p. 13). Para este autor, el dominio de la contrarrevolución ocurre también a partir de las reformas salinistas al artículo 27 constitucional que pretenden despojar a los campesinos de sus ejidos y tierras comunales, y que fueron la esencia reivindicativa de la Revolución en sus ámbitos agrarios liderada por Zapata, así como con el vaciamiento de los contenidos del artículo 123 constitucional que lleva a cabo la trasnacionalización neoliberal y que deja sin efecto las conquistas laborales obtenidas en 1917. Con el cierre de Luz y Fuerza del Centro y el desconocimiento del Sindicato Mexicano de Electricistas, Felipe Calderón culmina el esfuerzo contrarrevolucionario por revertir en favor del capital todos los avances alcanzados por el movimiento armado que costó al país más de un millón de muertos, cuando su población era de 16 millones. En realidad, este año de bicentenarios y centenarios es de luto nacional.

Narcotráfico: cambio de enfoque y soberanía

En medio del debate bipartidista por la dimensión y los alcances que tendrá el despliegue militar decidido por el gobierno de Washington en la frontera con México, la Casa Blanca envió ayer al Capitolio una propuesta para realizar modificaciones de fondo a la Iniciativa Mérida; de acuerdo con la propuesta, se reasignaría a acciones contra la corrupción y de defensa de los derechos humanos los recursos originalmente previstos para la dotación de helicópteros y aviones a las corporaciones mexicanas de seguridad. Tal iniciativa tiene como contexto el viraje emprendido por la administración de Barack Obama en materia de combate al narcotráfico y las adicciones, y que apunta a privilegiar la reducción de las segundas y a abandonar el enfoque militarista impuesto por anteriores gobiernos estadunidenses.

Como ya se ha señalado en este espacio, tales ajustes en la política de Washington contra las drogas apuntan en la dirección correcta, por más que resultan insuficientes y tardíos, en la medida en que dejan intocada la circunstancia central que da origen al narcotráfico –la prohibición legal de ciertas sustancias– y que se presentan después de que la guerra contra las drogas ha causado un daño social e institucional inconmensurable en diversos países, empezando por México, y ha carecido de resultados significativos en el ámbito de las adicciones.

Sin dejar de lado el aspecto positivo de esto que parece configurar un golpe de timón, es extremadamente preocupante que las autoridades mexicanas hoy acepten, con una actitud parecida a la docilidad, enfoques y puntos de vista que, cuando fueron expresados por sectores de la sociedad nacional, resultaron rechazados y descalificados de manera terminante por la administración que encabeza Felipe Calderón.

Con una mirada retrospectiva, no deja de sorprender que, con la misma disposición con la que el gobierno mexicano firmó, en junio de 2008, la Iniciativa Mérida –un acuerdo internacional concebido por la presidencia de George W. Bush y que unció a nuestro país y a las naciones centroamericanas a las tradicionales directrices belicistas de Washington en el combate a las drogas–, hoy se acate el reajuste de ese instrumento para adecuarlo a la orientación que propugna Barack Obama.

La obsecuencia mostrada en este punto por las autoridades nacionales da argumentos a quienes sostienen que el gobierno mexicano carece de una estrategia propia contra el fenómeno de la delincuencia organizada, una apreciación que no se limita a sectores críticos en México sino que comparte la secretaria de Estado del país vecino, Hillary Clinton. Más grave aún, los hechos mencionados fortalecen el señalamiento de que las políticas y las acciones oficiales de nuestro país en materia de combate al narcotráfico y a la delincuencia organizada no se definen aquí, sino en Washington.

Hace dos días, el empresario Eugenio Clariond Reyes Retana expresó que el designio gubernamental de encarar a los cárteles de la droga por medio de las fuerzas armadas ha desembocado en una guerra perdida. La reformulación de estrategias que tiene lugar en la Casa Blanca reconoce de manera explícita que las fórmulas de fuerza no han funcionado. Por lo que hace a las autoridades mexicanas, existe un discurso ambiguo en el que lo mismo caben las advertencias contra el menor cambio de rumbo que rectificaciones a trasmano, como la reciente salida de Ciudad Juárez del Ejército y, más recientemente, la aprobación externada por diversos funcionarios al viraje de Washington. A más de tres años de que el país fue sumido en la guerra contra la delincuencia y cuando el saldo de ésta supera los 20 mil muertos, lo menos que puede pedirse al gobierno federal es un balance honesto, transparente y autocrítico, y una recuperación de la soberanía que es particularmente irrenunciable en los ámbitos de la seguridad pública y la seguridad nacional.

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