Así andamos: rondados por la muerte. No es una concesión barata a la mercadotecnia de un supuesto “sincretismo” al que suele responsabilizarse, superficialmente, de la penetración cultural jalogüinesca con que los gringos no dejan de bombardearnos.
Asumida la existencia del jalogüín y el paulatino abandono de tradiciones profundas como el día de muertos, la colocación de ofrendas y la remembranza de familiares y amigos que se nos adelantaron y a quienes la huesuda se llevó antes, una consideración medianamente seria de dicho fenómeno debería dar cuenta tanto del factor económico (el consumo de multitud de productos chatarra y la asistencia a los estrenos de películas de terror, por ejemplo), como de las repercusiones culturales (el desvanecimiento de una identidad y unas costumbres propias).
En conjunto, los factores anteriores contribuyen al desconocimiento y menosprecio por tradiciones auténticas, las cuales son desvirtuadas a tal punto que, según ciertas versiones frecuentes, resulta que los mexicanos adoramos a la muerte, en particular los primeros dos días de noviembre, y como convivimos con ella, no nos asusta ni tenemos en muy alta estima a la vida.
Además, una reducción tan burda de lo que significa el día de muertos contribuye al desgaste de las exigencias de justicia que sostienen miles de mexicanos inmersos en contextos de una violencia tan extrema como la miseria que sigue arrebatándole la vida a quien no tiene qué comer, o no tiene posibilidades de atenderse o de llevar a sus hijos con un médico, y está condenado a verlos morir de enfermedades curables.
Esa violencia, cotidiana, sumada a la que está cada vez más cerca de nosotros, más desbordante de las pantallas y más en la casa o el trabajo del familiar de un vecino, o en el fatal camino de nuestros familiares que viven (¿vivían?) en algún estado de la República Mexicana, o que viajaban hacia algún destino turístico... Nos puede tocar un fuego cruzado, o que nos asalten unos bandidos en huida, o puede que un soldado inexperto o definitivamente asustado y tembloroso nos confunda o, simplemente, se le escape la bala, la ráfaga…
Tales escamoteos a lo que sí, lo que de veras somos, nos recuerda un nuevo aniversario del arribo a este continente de los europeos: la conquista y colonización que, a la vez, ha exigido nuestra resistencia permanente. De octubre tenemos tatuada en la memoria una imagen utópica y dinámica: la de la lucha. Hay una plaza de las Tres Culturas en Tlatelolco, representación de la época prehispánica, de la colonia novohispana y del México mestizo y guerrero, de la juventud rebelde que en 1968 fue abatida por márgenes represivos ante aspiraciones de libertad que no se dejaron extinguir, por más vapuleadas y momentáneamente frustradas que fueron.
Nos enseñó ese octubre, el mismo mes que el de la revolución obrera en 1917, nos esclareció que ser realistas es un buen complemento de trabajar por la construcción de aparentes imposibles, y nos recuerda que el asesinato del Che, lejos de dramatismos fingidos y postizos, es producto de la única respuesta concebible desde el poder tiránico a una conciencia congruente e indoblegable …
En la tradición de nuestros viejos, de los habitantes originarios de Nuestra América, los guerreros caídos en combate se convertían en colibríes, esos pájaros hermosos en su pequeña fragilidad, dueños, por cierto de un corazón descomunal para su tamaño, y necesario para la cantidad de aleteos que les permite suspenderse en el aire para fecundar a través de su oficio de chupaflores incansables.
Valga, pues, el ejercicio crítico y la constancia como homenaje a nuestros colibríes, ellos y ellas.
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